La pandemia por SARS-CoV-2, o COVID-19, hoy en día domina cada aspecto de la atención en salud alrededor del mundo. No hay ni una sola rama de la medicina que no haya elaborado sus propias recomendaciones para atender y contener esta nueva enfermedad. Dentro de mi rama, dicen que es una época extraordinaria para ser un especialista en enfermedades infecciosas, porque estamos viviendo un evento que no ocurría hace al menos cien años. Es decir, ha habido otras pandemias después de la incorrectamente nombrada influenza española, pero ninguna ha tenido tantas semejanzas como la pandemia actual, en cuanto a las repercusiones en la vida diaria de la humanidad. Sin embargo, mi pensar es que este monotemático 2020, ha ocasionado que otros problemas de salud pública hayan sido ignorados y desatendidos, y esto en el mediano y largo plazo, puede ser incluso más catastrófico que las mismas muertes por (o con) COVID-19, que diariamente contamos en diferentes medios.
Uno de estos problemas, es la resistencia bacteriana a los antibióticos. Reconocida como uno de los diez problemas de salud pública más graves por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2019, la resistencia antimicrobiana causa un estimado de 700,000 muertes cada año en el mundo. El uso indiscriminado de antibióticos en la medicina y en otras áreas como la medicina veterinaria, agricultura e industria alimentaria, causa incrementos en las tasas globales de resistencia a antibióticos habitualmente utilizados para tratar infecciones comunes como la neumonía, las infecciones urinarias o las enfermedades de transmisión sexual. Se ha calculado que si la resistencia antimicrobiana no se interviene, la mortalidad por infecciones ocasionadas por bacterias resistentes aumentará por encima de 10 millones de casos al año para 2050. Por esta razón, desde hace varios años la OMS y los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Los Estados Unidos (CDC) han establecido estrategias en múltiples niveles a una escala global, para contener el avance de la resistencia bacteriana. Dentro de las medidas implementadas se incluyen aquellas para la prevención de infecciones, la vigilancia activa, la investigación y desarrollo de nuevos recursos diagnósticos y terapéuticos, y las estrategias para el uso racional de antibióticos.
Se estima que del 40 – 80% de los pacientes admitidos en unidades de cuidado intensivo pediátrico (UCIP) reciben antibióticos, y hasta en la mitad de los casos podría considerarse inapropiado. Los programas de uso racional de antibióticos (antibiotic stewardship programs) consisten esencialmente en medir el consumo de manera sistemática e intervenir de forma coordinada y multidisciplinaria para promover la utilización adecuada de antimicrobianos cuando están indicados (incluyendo dosis, duración y ruta), con el objetivo de optimizar los desenlaces clínicos (morbimortalidad, estancia hospitalaria), y minimizar las consecuencias colaterales de su uso, tales como la resistencia antibiótica, la infección por C. difficile y la toxicidad asociada. Muchas instituciones alrededor del mundo han avanzado considerablemente en implementar estos programas. Sin embargo, desde el surgimiento de COVID-19, existen datos que demuestran el incremento en el uso de antibióticos; esto puede tener diferentes explicaciones: Los pacientes hospitalizados tienden a presentarse con síntomas que son similares al de una neumonía bacteriana, y presentan radiografías con opacidades bilaterales muchas veces difíciles de interpretar. En un paciente que es admitido a la unidad de cuidado intensivo, el tener fiebre, tos y dificultad respiratoria suficiente para requerir cantidades considerables de oxígeno suplementario, son el coctel perfecto para activar el reflejo del médico intensivista de ordenar antimicrobianos. Por otro lado, la experiencia con el uso empírico de antibióticos en la sobreinfección bacteriana en pacientes con Influenza grave, particularmente por S. pneumoniae o S. aureus, podría hacer que el clínico extrapole esta información para tratar el paciente con COVID-19 grave; aunque la incidencia exacta de coinfección bacteriana y contribución a la gravedad de la enfermedad no se conoce todavía, algunos reportes anecdóticos sugieren que la frecuencia es mucho más baja que con Influenza. También es cierto que la incertidumbre y ansiedad de no tener tratamientos específicos y efectivos contra COVID-19, puede contribuir a la excesiva prescripción.
Tanto la OMS como múltiples guías nacionales, desaconsejan el uso de antibióticos para los pacientes con COVID-19 leve, pero lo recomiendan en los pacientes con enfermedad grave, debido a la dificultad en diferenciarla de una neumonía bacteriana, a la evidencia limitada con respecto a la coinfección, a la falta de tratamientos antivirales efectivos y al alto riesgo de muerte. Sin embargo, no debemos olvidar los principios del uso prudente de antimicrobianos, que, a pesar de las claras necesidades de tener más datos con relación a la pandemia, son fundamentales para mantener la ecología del hospedero y hospitalaria, disminuir la aparición de efectos adversos indeseables y evitar el incremento de la resistencia bacteriana:
Antes de considerar el inicio de un antibiótico, debe establecerse quién es el paciente, su grupo etario, antecedentes epidemiológicos e historia de infecciones previas, problemas del sistema inmune y otras comorbilidades. Esta información podría sugerir que el paciente tiene riesgo preexistente de portar gérmenes multirresistentes.
Únicamente las infecciones bacterianas tienen indicación de tratamiento antibiótico. En pacientes en donde es difícil identificar la etiología solo por las manifestaciones clínicas, como es el caso de los pacientes con COVID-19 grave, podrían considerarse de forma empírica hasta tener más información clínica y de laboratorio. Los biomarcadores como la procalcitonina y la proteína C reactiva, si bien pueden ser útiles para la toma de decisiones, no deben ser interpretados de forma aíslada.
Procurar tomar todas las pruebas microbiológicas posibles para identificar un agente bacteriano, incluyendo hemocultivos, cultivos de muestras respiratorias, antígenos urinarios y pruebas moleculares.
La elección del tratamiento antimicrobiano empírico depende del sitio afectado, ya que los agentes etiológicos más comunes son diferentes. También deben considerarse los patrones de resistencia local y contraindicaciones preadquiridas para determinados medicamentos (por ejemplo, alergias o interacciones farmacológicas). El uso responsable incluye los cinco correctos: medicamento, dosis, ruta, intervalo, duración.
El tratamiento antibiótico empírico debe ser evaluado diariamente y suspenderse tan pronto como sea posible, si de acuerdo con la evolución clínica, radiológica y de los resultados microbiológicos, la probabilidad de sobreinfección bacteriana es baja.
Si el tratamiento antibiótico es continuado, debe procurarse por el cambio a terapia oral una vez el paciente sea capaz de ingerir medicamentos.
La duración del tratamiento depende del origen primario de la infección. En general, para neumonía bacteriana no complicada, cinco días de tratamiento es suficiente en la mayoría de los casos.
La respuesta inapropiada durante las primeras 48-72 horas de tratamiento exige buscar un foco insuficientemente controlado (abscesos, dispositivos no retirados), o un tratamiento incorrecto relacionado con dosis inadecuada o por un germen resistente.
Monitorizar efectos adversos a los antibióticos. Los más comunes incluyen reacciones alérgicas, mielotoxicidad, nefrotoxicidad y hepatotoxicidad, y en pacientes con antibióticos de amplio espectro por tiempo prolongado, se incrementa el riesgo de infección por C. difficile o sobreinfección por Candida spp.
Considerar comorbilidades que requieran ajustes de dosis (insuficiencia renal, hepática, cambios en la hemodinámica del paciente), vigilar los niveles de medicamentos si están disponibles (principalmente vancomicina y aminoglucósidos) y considerar interacciones farmacológicas en pacientes polimedicados.
Los pediatras especialistas en cuidado intensivo y en enfermedades infecciosas, tenemos el reto permanente con los niños críticamente enfermos con infecciones presuntivas, de administrar terapias antibióticas de amplio espectro lo más pronto posible, ya que la demora en el suministro de antibióticos o elegir una terapia empírica inadecuada puede tener consecuencias deletéreas e incrementar la mortalidad en los pacientes con sepsis. Pero al mismo tiempo debemos limitar la exposición innecesaria a estos medicamentos con el fin de prevenir complicaciones relacionadas. Aunque son fuerzas opuestas, son componentes igualmente importantes dentro de los programas de uso racional de antimicrobianos en la UCIP. La necesidad de usar los antibióticos de forma responsable ha sido resaltada por múltiples organizaciones internacionales, y es una prioridad en el ámbito hospitalario. El desarrollo de estrategias colaborativas por parte de múltiples especialidades, basadas en la evidencia para el tratamiento antibiótico dirigido, pueden contribuir a integrar ambas fuerzas, mejorar desenlaces clínicos y prevenir o ralentizar la emergencia de la resistencia antibiótica. Los paquetes de medidas en el cuidado de la sepsis en combinación con los programas de uso racional de antibióticos deben promover esta colaboración y facilitar la vigilancia y constante revisión de guías de práctica clínica para cumplir con los principios descritos previamente.
Alejandro Díaz Díaz, MD
Pediatra especialista en enfermedades infecciosas
Universidad CES. Medellín – Colombia
The Ohio State University – Nationwide Children´s Hospital. Columbus – OH, USA
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