“Cuida de tu cuerpo; es el único lugar que tienes para vivir”
J. Rohn
Varias premisas en la medicina, acerca de la manera como debemos afrontar y manejar las situaciones y emociones de nuestros pacientes y sus familias, han sido ampliamente descritas y divulgadas; “curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre”, es una de ellas, de Claude Bernard en el siglo XIX, del cómo deberíamos actuar desde lo más humano en la atención de nuestros pacientes.
¿Recomendaciones acatadas de manera estricta por el personal de salud? Probable y tristemente no. Evidencia continua sobre pautas de humanización en los cuidados de nuestros pacientes son una realidad y una imperiosa necesidad para ejecutar y lograr tener un mejor desenlace emocional en el niño y su familias, sea cual sea el resultado de nuestra intervención terapéutica, inclusive cuando fallecen los niños al “perder la batalla contra la enfermedad”; pero lejos estamos del fin de la guerra, entendiendo que quedan unos padres, hermanos y demás familiares que necesitan de nuestra intervención con más ahínco. El problema radica en cuánto estamos dispuestos a escuchar, atender, consolar y aliviar, cuando probablemente somos nosotros los que necesitamos de la intervención y carecemos de estrategias para reconocer que el autocuidado a quedado en un segundo lugar, para entregar lo mejor de nosotros a los demás. El cuestionamiento es aún mayor cuando evaluamos la calidad de nuestra intervención, si queremos entregar algo que no tenemos, y que por el contrario necesitamos. Sí, para cuidar, ¡hay que cuidarnos!. Suena obvio pero en salud es una balanza muy desequilibrada.
Todo profesional sanitario se expone a recibir emociones no solo propias si no de sus pacientes y familias, y es claro que las unidades de cuidado Intensivo (UCI) y los servicios de emergencia nos entregan una carga emocional más alta de lo normal. Enfrentarnos diariamente a situaciones de vida o muerte, intubaciones, reanimaciones, adecuación del esfuerzo terapéutico, fallecimientos de niños con quienes siempre generamos una conexión emocional, y tomar decisiones basadas en la evidencia sobre si x o y son la mejor opción para lograr un objetivo terapéutico, en un marco de arduas jornadas laborales inmersas en sistemas de salud complejos e inequitativos, donde la baja satisfacción laboral y la despersonalización de la atención son ambientes y escenarios frecuentes, literalmente nos pueden llevar al colapso; aún más en tiempos de pandemia, donde se exacerban nuestros miedos, preocupaciones y estrés, por factores como ser parte de la “primera línea de atención”, de una enfermedad que apenas estamos conociendo, donde la información fluctúa día a día (infodemia); la incertidumbre, las consecuencias socioeconómicas de lo que estamos viviendo que incluye la bajas ocupación de los servicios de pediatría, que aunque claramente genera tranquilidad por saber que hay menos niños críticos, al mismo tiempo genera la incertidumbre de que administrativamente los servicios pediátricos se convierten en una carga “no rentable” para la institución y exista como posibilidad la disminución del talento humano, ese que seguramente con todo lo descrito, pide a gritos una intervención urgente, con estrategias claras de auto reconocimiento, de pausa y respiración en su día a día, para poder asumir con mejor claridad todas las actividades que demandan la responsabilidad que nos ha sido asignada.
Pero ¿cómo sensibilizar sobre autocuidado a toda una gama de profesionales que día a día están en medio de la urgencia, la criticidad, los monitores, los arrestos cardiacos, los índices de oxigenación, y ahora tienen además la obligatoria necesidad de usar bien los elementos de protección personal?. Tal vez con el idioma que más les gusta y que más les llama la atención: el de la explicación fisiológica y el de la demonstración de hipótesis verificables, más que el imprimir a su memoria conceptos de total relevancia como la fatiga por compasión, el distress moral o el burnout. Una continua exposición a momentos de crisis en un escenario casi siempre adverso, impacta –sin tener conciencia muchas veces de ello– la manera como nuestro cuerpo se adapta a las diferentes señales de estrés.
La reacción ante el estrés, ese que vivimos a diario en nuestras unidades, está controlada en sus componentes emocionales, conductuales y fisiológicos por la hormona liberadora de corticotropina, además de sistemas de neurotransmisores involucrados en el momento de responder a los estímulos externos que nos parecen amenazantes, tales como un niño con inminente falla ventilatoria por un cuerpo extraño en vía aérea, un quirófano no disponible para un adolescente con politraumatismo y choque hemorrágico, o la toma de una decisión vital en un momento crítico. Nuestra manera de responder ante esas situaciones amenazantes debería mantener una adecuada regulación y homeostasis de neurotransmisores para que la respuesta sea limitada en tiempo y en el lugar indicado. Pero, ¿es posible dejar al niño intubado de puertas de UCI hacia adentro, y terminar la guardia olvidando todo lo acontecido? Tarea difícil, y más cuando siempre hay cuestionamientos sobre si pudimos haberlo hecho mejor. Es en este momento donde la disregulación de los neurotransmisores involucrados (principalmente adrenalina y norepinefrina) condicionados por una hipercortisolemia secundaria , junto con serotonina y opiáceos, nos llevan a patrones mal adaptativos persistentes, que repercuten en nuestro estado general de salud y por ende afectan nuestra calidad de vida, convirtiéndose en un enemigo invisible (1).
Toda esta carga adquirida en nuestros sitios de trabajo, llega con nosotros a casa, en donde la norepinefrina y demás catecolaminas han persistido circulantes por disregulación noradrenérgica con disminución de sus receptores, manteniendo activo un sistema de amenaza, expresándose a nivel de la corteza prefrontal y llevándonos a ejecutar acciones de repuesta inmediatas y reactivas. Es así como sin darnos cuenta nuestro núcleo familiar, amigos y personas externas a nuestro ambiente laboral, ven en nosotros cambios de actitud, con respuestas reactivas ante los interrogantes por tal comportamiento, sin hacer conciencia que algo grave está sucediendo. Igual, mañana es un día más para trabajar y asumir los retos que el día a día nos proponga. Esta disregulación comparte vías comunes con la generación de trastornos depresivos, ansiedad e inclusive cambios orgánicos en el hipocampo que se han relacionado con aumento de tasas de abuso de alcohol y sustancias psicoactivas en un personal con mayor facilidad de acceso a medicamentos de control y posibilidad de un mal uso de estos (2).
Sin darnos cuenta muchos hemos ido cayendo en vivir el mismo día, los 365 días del año, con iguales patrones de conducta, rutinas sin posibilidad de cambios, de su casa al trabajo y viceversa, cronificando y consolidando la mala adaptación y disregulación emocional ya con nuevos actores en el escenario: los ejes neuroendocrinos hipotálamo-hipófisis-tiroideo e hipotálamo-hipófisis-suprarrenal, quienes en trastornos de estrés crónico aportan cierto grado de neurotoxicidad mediada por la hipercortisolemia. Sí, este estrés característico de las profesiones de la salud, que nos modela hacia personalidades compulsivas, competitivas, y que generan sin necesidad en muchos escenarios discusiones con colegas sin fundamento, perpetuando un estado “estresante” en sus vidas. Aparecen los opiáceos endógenos involucrados en sintomatología de evitación, embotamiento afectivo y anhedonia; la serotonina disminuyendo su cantidad presináptica que afecta la neurotransmisión serotoninérgica, con desesperanza secundaria y ansiogénesis; y citoquinas como las IL2, IL4 y IL10 que incrementan sus porcentajes de expresión, asociándose a cambios en estados emocionales y psicológicos continuos; son unos factores más de una avalancha de señales, difíciles de contener, pero posibles de modular.
Una de las tantas expresiones de la disregulación de neurotransmisores es la sensación de miedo y angustia. ¿Sentimos miedo en la UCI o en los servicios de emergencia? Claro que sí, es real, pero no es un miedo paralizante ni similar al generado por un película o una fobia, es un miedo asociado a la presión de hacerlo bien, a no cometer errores, a no incurrir en riesgos legales, a no lograr dar lo mejor de sí, inclusive a quedar corto ante la expectativa de los pacientes y sus familias, y de nuestro núcleo más cercano. Para muchos, un miedo silente y desconocido, imperceptible aparentemente, pero no ajeno al tálamo, sitio a donde llegan mínimos estímulos sensoriales, que a su vez trasladan información a la corteza cerebral y hacia la amígdala, la cual deberá generar respuestas adaptativas, mediante regulación de receptores de opioides, gabaérgicos y neuropéptidos asociados a la carga emocional relacionada con el evento ante el cual se reacciona. La interacción de la amígdala con el hipocampo y la corteza prefrontal, determinan una buena función adaptativa ante escenarios estresantes o producen una alteración en los componentes afectivos, con mala adaptación y expresión de trastornos de ansiedad claramente evidenciado en profesionales de la salud. El día a día en las emergencias y UCI pediátricas transcurre de una manera dinámica en cuanto a decisiones sobre intervenir o no, en un ambiente de “tensa calma”, mientras cientos de millones de señales de neurotransmisores definen cómo nos adaptamos a sus continuos picos y declives, determinando en mayor o menor medida un compromiso real en nuestras vidas: intranquilidad, tristeza, embotamiento emocional, trastornos de ansiedad, síndromes depresivos y un amplio espectro de patologías que se pudieran revertir, atenuar o evitar si tuviéramos en cuenta estrategias para lograr la regulación de nuestras emociones.
Bajo todo este contexto, es preocupante cómo lo niveles de depresión y suicidios en profesionales de salud, incluso de personal en formación, se han ido incrementando en los últimos años, inicialmente planteando este desenlace a condiciones individuales de riesgo de la persona, pero que con el tiempo y estudios sobre el tema se ha demostrado y transformado en etiologías multifactoriales asociadas “al ser médico, enfermera o terapeuta”. Sin filtros de detección en las instituciones de formación en salud y mucho menos de intervenciones que nos alerten sobre profesionales en riesgo (ignorando recomendaciones científicas que desde el 2005 viene realizando la Asociación Americana de Psiquiatría), ante el aumento de los índices de suicido en profesionales de la salud, sabemos hoy que la tasa de suicidios en médicos es más alta que la de la población general. En EEUU esta tasa es de 28 - 40 por cada 100.000, a diferencia de los 12.3 por cada 100.000 de la población general. Las mujeres con un RR de 2.27 (los hombres tienen RR de 1.41) son más propensas a pensarlo, intentarlo y ejecutarlo (3, 4, 5).
Así mismo, la prevalencia de enfermedades psiquiátricas, asociada a ideación suicida y trastornos depresivos mayores, son más elevadas en los profesionales de la salud. Un meta-análisis estimó que la prevalencia de depresión se ubica entre el 27-29% entre estudiantes de medicina y residentes, y puede llegar a ser del 60% en médicos activos laboralmente (6). La depresión, como el final de un camino de falta de reconocimiento de un problema de carácter multifactorial, se asocia en gran proporción a suicidio y un 10-15% de personas con depresión grave lo intentan o lo ejecutan. Varias series evidencian que los psiquíatras son la especialidad que lidera la tasa de suicidio, seguidos por anestesiólogos e internistas, pero en el transcurso hacia este desenlace, múltiples profesionales cursan con escenarios de adversidad, con estados mentales llenos de ansiedad, fatiga y conductas de despersonalización (7,8).
Algunas encuestas en los últimos años en EEUU, en cerca de 25,000 profesionales, han mostrado como casi 2/3 de los profesionales encuestados evidenciaban signos de desgaste profesional, 1/3 presentaba cuadros de depresión, un 32% sentían poco compromiso en su trabajo y 1 de cada 5 profesionales dedicados a servicios de cuidado crítico y emergencias deseaban disminuir sus horas laborales o hacer un cambio radical en su profesión; solo 1/4 de los intensivistas encuestados tenían satisfacción y tranquilidad en la ejecución de su labor y un 50% de los profesionales no recomendaría la carrera de Medicina a sus hijos (9,10).
Algunos grupos colaborativos, como LARed Network y la Red Latinoamericana Sobre Investigación en Salud Mental, nos darán en los próximos meses datos de nuestra realidad en algunos de los aspectos mencionados, que reflejarán nuestra realidad en una región que claramente es diferente, con baja intervención en salud mental, así como una gran diversidad de comunidades y maneras de afrontar las crisis y cargas emocionales.
El momento de inicio de la carga emocional, presión social, altas expectativas familiares, y posible disregulación con señales aturdidas de neurotransmisores circulantes, comienza al inicio de la formación universitaria en salud. Difícil tarea sensibilizar a médicos dedicados al área crítica, por nuestro tipo de educación de años de malas costumbres y ausencia de pautas de auto cuidado, en donde siempre fue más importante los datos del último artículo en la literatura, para un análisis crítico, que el buscar espacios alejados de todo el ruido profesional para parar y regular emociones. Una educación que nos enfocó en dar lo mejor de manera científica, pero que nos anuló espacios propios para poder llevar mejor nuestro rol con tranquilidad, sin presiones y con gusto por lo que se realiza.
¿Cómo sugerir a un intensivista o a un emergenciólogo una terapia de mindfulness, actividad física o espacios diferentes de cuidado, cuando la competencia directa en el mismo horario es el webinar de una eminencia en sepsis, SDRA o coagulopatía, y el llamado de la comunidad científica no es su bienestar si no la constante presión para ser competitivo en conceptos y saberes?
Más difícil aún: que el profesional haga introspección y detecte un problema en donde deberá asumir un rol poco conocido por nosotros (que genera miedo a la estigmatización) y es el papel de paciente; ese que nos daría más empatía y compasividad con nuestros niños y sus familias, pero que es difícil reconocer por nosotros mismos y ante nuestros colegas. Solo entendiendo que no somos intocables emocionalmente y que nuestra humanidad se desnuda cada día de trabajo, podremos detectar e intervenir de manera temprana miedos, angustias, temores y conflictos en nosotros mismos o en nuestros miembros del equipo.
El auto reconocimiento del problema debe llevarnos a fabricar (o integrar si ya existen en nuestras instituciones) programas incluyentes a todos los profesionales de la salud para que se detecten, intervengan y modulen emocionalmente, con el objetivo de tener una mejor actitud con ellos mismos, colegas, pacientes y familias; y así combatir todo lo que generó una expresión de necesidades insatisfechas (9,10).
Palabras ampliamente utilizadas en la era de la pandemia como compasión, resiliencia, empatía o reinvención (que por momentos nos inundan al igual que los webinar), se han asociado a mayor amabilidad entre grupos de trabajo, menores errores médicos, más confianza, mejores canales de comunicación, mejor conformación y ejecución en equipos, menos fatiga y menos desgaste (11).
Se han descrito algunas estrategias para regular emocionalmente nuestros sistemas de respuesta y reacciones, que han sido evaluadas con buenos resultados para lograr una disminución de la carga y agotamiento emocional, incitando mejor autocuidado y cortando el ciclo del estrés crónico con sus múltiples desenlaces.
Permitirse sentir y expresar nuestros temores, sensaciones y angustias es un buen primer paso (12,13). Es importante intentar ser conscientes de nuestros pensamientos día a día, y de buscar espacios para hacer conciencia del presente, con estrategias o ejercicios sencillos y prácticos que se pueden realizar en cualquier lugar y por cualquier persona, como por ejemplo:
Deténgase un momento, calme la respiración, inspire durante 4 segundos, sostenga el aire otros 4 segundos, y espire en 4 segundos. Repítalo durante 4 veces.
Aléjese por un minuto del caos y practique el 5-4-3-2-1:
Reconoce CINCO cosas que ves a tu alrededor
Reconoce CUATRO cosas que puedes tocar alrededor tuyo
Reconoce TRES cosas que escuchas (fuera de tu cuerpo)
Reconoce DOS cosas que puedes oler
Reconoce UNA cosa que puedas probar
Igualmente se pueden Intentar pausas diarias, mantener una adecuada higiene de sueño, ausentarse de redes y canales de información por un tiempo prudencial, optimizar la actividad física, tener tiempo de calidad en familia, diversificar rutinas y actividades, entre otras, nos permitirán situar la adrenalina, la noradrenalina, la serotonina, los opiáceos, el cortisol y los otros millones de neurotransmisores en los niveles que corresponde, para potenciar un sistema de calma; esos niveles que nos llevarán a un mejor trato con nosotros mismos y con nuestros pacientes; esos niveles que nos llevarán a cuidarnos y tener un tanque lleno para cuidar a los demás.
Si una meta en sepsis es depurar el lactato, una meta en nosotros mismos es depurar neurotransmisores; una gratificante terapia dirigida a metas en nosotros mismos con autocuidado.
Cuidar es un arte, y cuidar…TE una muestra de amor propio.
Rubén Eduardo Lasso Palomino (@rubencholasso)
Pediatra Intensivista
Jefe Unidad de Cuidado Intensivo Pediátrico Fundación Valle del Lili. Cali, Colombia
Docente Universidad ICESI – Programa de Pediatría
Miembro de LARed Network
BIBIOGRAFIA
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